lunes, 29 de enero de 2007
martes, 16 de enero de 2007
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lucas quejido
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lunes, 15 de enero de 2007
CAN TUNIS
La barriada que da nombre a la ladera sur de Montjuïc había sido en la Edad Media un poblado de pescadores conocido por la capilla de la Mare de Déu del Port, donde recalaban piratas tunecinos, de ahí el nombre. Posteriormente, el crecimiento de Barcelona relegó el barrio a la marginación, y se sabe que a principios del siglo XX se ejercía la prostitución de menores en los barracones que rodeaban el cementerio. En los años setenta, década de iniciativas, se intentó llevar a cabo un proyecto de urbanización que acabara con el chabolismo (más grave que las chabolas) de las numerosas familias gitanas que poblaban el lugar. Este proyecto se llamó “Avillar Chavorros” que en caló significa “Venid, niños”, y así bautizaron a la escuela de enseñanza primaria que pretendía atender a los niños del barrio. Pero a mediados de los años ochenta llegó la heroína de los barrios marginales de toda España, aquellos barrios que pasarían a la historia por todo aquello que llegaron a ser a pesar de las instituciones y por culpa de ellas. Esos barrios que adquieren la fama que merece su abandono. La heroína que te disfraza de lo que eres y habla por ti porque aparte de ella no tienes nada más, porque se han negado a darte nada más y la heroína les da la razón a ellos y a ti también. Las paredes desconchadas de las chabolas se volvieron más blancas aún y las ratas, empeñadas en mantener su grisura, hicieron el resto. Para saber lo que ocurrió después, visitad la tesis de Enrique Ilundian que encontraréis en
http://www.fundacionmhm.org/pdf/Mono5/Articulos/articulo7.pdf
La ladera sur de Montjuïc es la alfombra que esconde el polvo de las fábricas que han hecho de Cataluña el pastel de boda de una España insostenible en su calendario.
Pero lo curioso es que sabemos mucho más de lo que Can Tunis ha inspirado que su realidad palpable. De este modo, tenemos la película “Los Tarantos” de Rovira-Beleta, una especie de Romeo y Julieta a la gitana y al más puro estilo Douglas Sirk, con Carmen Amaya y Antonio Gades, y el grandioso poema de Jaime Gil de Biedma “Barcelona ja no és bona, o mi paseo solitario en primavera” del que transcribo el final:
Sólo montaña arriba, cerca ya del castillo,
de sus fosos quemados por los fusilamientos,
dan señales de vida los murcianos.
Y yo subo despacio por las escalinatas
sintiéndome observado, tropezando con las piedras
en donde las higueras agarran sus raíces,
mientras oigo a estos chavas nacidos en el Sur
hablarse en catalán, y pienso, a un mismo tiempo,
en mi pasado y en mi porvenir.
Sean ellos sin más preparación
que su instinto de vida
más fuertes al final que el patrón que les paga
y que el salta-taulells que les desprecia:
que la ciudad les pertenezca un día.
Como les pertenece esta montaña,
Este despedazado anfiteatro
de las nostalgias de una burguesía.
La alegría con la que los vecinos acogen los nuevos proyectos de saneamiento de Can Tunis contrasta con la lista de prioridades de un gobierno y un ayuntamiento que han tardado más de veinte años en preocuparse del asunto. El trabajo de las excavadoras ha finalizado. Ahora, es como el chiste de Eugenio: “-Vale gracias, pero ¿hay alguien más?”
Hay un documental reciente sobre el Can Tunis actual. Si buscáis “Can Tunis” en el YouTube, la primera opción es una entrevista a los directores y extractos de la película.
Si queréis leer las opiniones de un vecino de Can Tunis (creo que son verdaderas) clicad:
http://www.20minutos.es/noticia/2658/0/tunis/cambia/clientela/
Y…bueno, esta página es demencial:
http://www.fallingrain.com/world/SP/56/Can_Tunis.html
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lucas quejido
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miércoles, 10 de enero de 2007
Se hacía más negra la noche, el paso vacilante y más terca la discusión de dónde debía ser la próxima parada. Estaban los bares de los callejones cercanos a la plaza Real, la Posada del Mar, por ejemplo, que acogía a Agamenón y a Ulises y a otros exiliados griegos innombrables. Y también había locales de menos ambiente a lo largo del final de las Ramblas, alguno llamado intraduciblemente The Beachcomber's y de evidente fundación por un poeta inglés seriamente afeminado, visitante ocasional de la ciudad. No recuerdo qué hicimos aquella noche. Sí recuerdo, como en trazos sin orden depositados, el ruido compacto, acompasado, de los paseantes demorados, las quietas luces de los quioscos y el olor del mar, cada vez más cercano. No debía de ser muy tarde aquella noche porque recuerdo que todavía circulaban soldados de permiso y se agrupaba la gente en los bordes de la acera, sin pasar. Por los balcones abiertos salían olores de cocina y pedazos de conversación alguna vez desdeñosa.
Ignoro cómo fuimos a para allí, al bar circular, de cristales y madera, plantado en el costado izquierdo de las Ramblas, batidas ya por la brisa marina. Lo recuerdo vivamente. Ahora nos acercamos a él en dos grupos, Jaime, Luis y yo en el primero, con paso de legionario, como hace notar Jaime. Ligeramente rezagado va Carlos chupando de un cigarrillo entre los dedos mientras mantiene el codo a la altura de su boca. Va solo midiendo su caminar como si anduviera en la cubierta de un barco ballenero. Más atrás, tambaleantes, vienen dos sombras. Un hombre medianamente joven doblado sobre sí mismo nos impide el paso. Con la vista fija en el suelo y con los dedos separados de la mano derecha, como si cantase o maldijera, grita "¡búlgaro, búlgaro!": ¿qué significa la imprecación? ¿Quién conocía entonces un búlgaro? ¿Qué turbia reconvención escondía la extraña voz? Entramos y recuerdo la turbación de Carlos.
Ahora, de improviso, nos dirigimos hacia un chiringuito de Montjuïc. Ya han aparecido los dedos rosados de la aurora. Se ve el mar azul abajo con un fondo de nubes radiantes tapando la línea del horizonte. Entramos. Hay pocas mesas ocupadas. Formamos parte de los primeros clientes que buscan en vano prolongar una noche que sus mismos cuerpos rechazan. Las paredes son blancas y huele a limpio. Se oyen voces sosegadas y nos miramos cansados como después de cumplir un farragoso trámite. Pedimos de beber. De repente alguien abre la puerta y aparece recortado a contraluz en el umbral. Brevemente detenido, como si viniera de un largo recorrido, da, por fin, un paso adelante y lo vemos. Tiene el pelo untuoso con una gran onda balaceándose en su frente. Lleva una camiseta imperio que se ajusta a sus carnes sin rastro de musculatura. Pasea por los clientes sentados unos ojos henchidos de melancolía. Con gruesa voz grita: "¡Ponme medio litro de menta que todavía se la tengo que chupar a mi Antonio!".
Nos callamos todos. La fría luz entra por la puerta. En el silencio se oye correr el agua del grifo en el fregadero. La voz del camarero repite monótona la orden: "¡Un vaso de menta para Manolo que todavía se la tiene que chupar a su Antonio!".
Vuelven a hablar los clientes. Jaime echa la cabeza hacia atrás, cierra los ojos, sonríe levemente y musita: "Isaías, 4-6".
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lucas quejido
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